Por Adam Gopnik (Editado) 30 de enero de 2012
Seis millones de personas se encuentran bajo supervisión correccional en los Estados Unidos—más de los que habían en los Gulágs de Stalin.
“A veces pienso que este mundo todo es un gran patio de prisión, / Algunos somos prisioneros, otros somos guardias,” canta Bob Dylan, y pese a que no sea estrictamente verdad, este verso contiene una verdad: los guardias también están cumpliendo tiempo. Para los prisioneros estadounidenses, muchos de los cuales están cumpliendo condenas mucho más largas que aquellas dadas por crímenes similares en cualquier otra parte del mundo civilizado—solamente en Texas se han condenado más de cuatrocientos adolescentes a la cadena perpetua—el tiempo se convierte en todo sentido en algo que uno cumple.
Para mucha gente pobre, particularmente hombres pobres negros—(nota del editor: hombres de piel morena también), la prisión es una destinación que trenza a través de una vida ordinaria, de manera similar en que el colegio y la universidad lo hacen para los adinerados blancos. Más de la mitad de todos los hombres negros que carecen de un diploma de bachillerato van a la prisión en algún momento de sus vidas. El encarcelamiento masivo en una escala casi inigualada en la historia humana es un hecho fundamental de los Estados Unidos hoy en día—talvez el hecho fundamental, tal como la esclavitud era el hecho fundamental de 1950. Ciertamente, hay más hombres negros bajo el control del sistema de justicia penal—en prisión, en libertad vigilada, o en libertad condicional. En suma, actualmente hay más personas bajo “supervisión correccional” en los Estados Unidos—más de seis millones— que habían en el archipiélago de Gulág bajo Stalin en su apogeo. Esa ciudad de los confinados y los controlados, “la ciudad del encierro,” es ahora la segunda más grande de los Estados Unidos. En 1980, habían cerca de doscientos veinte personas encarceladas por cada cien mil personas; en 2010, el número se había más que triplicado, a setecientos treinta y uno. Ningún otro país siquiera se acerca a eso. En las dos últimas décadas, el dinero que los estados gastan en las prisiones ha incrementado seis veces más que lo que se gasta en la enseñanza superior. La escala y la brutalidad de nuestras prisiones son el escándalo moral de la vida americana. Cada día, por lo menos cincuenta mil hombres—el estadio Yankee completamente lleno—se despiertan en confinamiento solitario, frecuentemente en prisiones de máxima seguridad “supermax” o en pabellones en los cuales hombres son encerrados en celdas pequeñas, en las cuales ellos no ven a nadie, no pueden leer y escribir libremente, y solo se les permite “hacer ejercicio” por una hora al día. (Enciérrese en su baño y después imagine que usted tiene que quedarse allí por los próximos diez años, y usted tendrá una idea de la experiencia.) ¿Cómo es que nuestra civilización,
la cual rechaza el ahorco, la flagelación y el destripamiento, llegó a creer que enjaular a vastos números de personas es una sanción aceptablemente humana? William J. Stuntz, un profesor de la Facultad de Derecho de Harvard dice que su búsqueda por la causa fundamental del escándalo de nuestras prisiones lleva hasta la Declaración de Derechos. El problema con la Declaración de Derechos de la Constitución de EE.UU., argumenta él, es que enfatiza el proceso y el procedimiento en vez de los principios. La Declaración de los Derechos del Hombre dice, ¡Sea justo! La Declaración de Derechos dice ¡Sea equitativo! En vez de anunciar principios generales—nadie debe ser acusado de algo que no sea un crimen cuando él lo hizo; los castigos crueles siempre son equivocados; el objetivo de la justicia es, más que nada, que la justicia sea hecha— esta habla del procedimiento. Usted no puede registrar a nadie sin justificación; usted no puede acusarlo sin permitirle ver las pruebas; etcétera. Este énfasis, piensa Stuntz, ha llevado al desorden actual, en el que los acusados penales obtienen una laboriosamente redactada protección en contra de errores procesales pero ninguna protección en contra de las violaciones obvias e indignantes de la justicia simple. Usted puede salir del apuro si los policías revisaron el carro equivocado con la orden judicial de registro equivocada cuando ellos encontraron su porro de marihuana, pero usted no tiene ningún recurso si el porro lo lleva al encarcelamiento de por vida. (Nota del editor: vemos que en las decisiones de apelaciones en las que la Corte escribe largo y tendido sobre algún punto legal esotérico mientras que le resta importancia a la severidad de la condena que el acusado recibió.) Usted puede salvarse de la pena de muerte si usted puede mostrar un problema con su defensor asignado, pero es mucho más difícil si simplemente hay pruebas enormes acumuladas de que usted no era culpable en primer lugar y el jurado se equivocó. Hasta las cláusulas que los americanos aprenden a venerar no son merecedoras de la veneración: la prohibición del “castigo cruel e inusual” fue diseñada, cuando fue creada, para proteger castigos crueles—los azotes y el herrado—que en ese tiempo no eran inusuales.
Entre más profesionalizado y procesal es un sistema, más aislados nos encontramos de sus efectos reales en personas reales. Por eso es que los Estados Unidos es famoso por su sistema judicial enfocado en el proceso (“El bastardo se salió del atolladero por un detalle técnico,” se queja el detective del programa policíaco de TV) y por la rigidez y la barbarie de sus prisiones.
Una vez el procedimiento culmina, la fase de penalidad comienza, y, con tal que la crueldad sea rutinaria, nuestra responsabilidad civil para con los castigados se termina. Encerramos a los hombres y nos olvidamos de que existen. “¡no lo tomes como algo personal!”—ese sigue siendo el eslogan.
En vez de la abstracción, Stuntz argumenta a favor de la gracia salvadora de la discreción humana. Básicamente, él piensa que deberíamos ir a la corte con un entendimiento de lo que un crimen es y de cómo es la justicia, y después dejar que el sentido común y la compasión y la circunstancia específica dominen. Hay una escena encantadora en “El Castillo,” una película australiana sobre una familia luchando en contra del desalojo por dominio inminente. Cuando a su abogado desdichado se le pidió en corte que mostrara la parte específica de la constitución de Australia que la evicción viola, él dice desesperadamente, “Es… simplemente la vibra de la cosa.” La justicia debería ser la vibra de la cosa— no un error procesal atrapado o un hecho retorcido. El derecho penal debería una vez más ser como el derecho común, con jueces y jurados no meramente juzgando los hechos sino determinando la ley con base en los principios universales de la equidad, la circunstancia y la seriedad, y elaborando condenas según las exigencias del crimen.